La escritura, la cifra, lo prohibido, ejerció desde su origen una atracción natural sobre las mujeres, excluidas del acceso directo a los textos sagrados y recluidas en una oralidad andrógina, tremendamente rica y productiva, pero aplastada por el prestigio de las verdades patriarcales del libro. Despacito y con buena letra -esta antología ofrece ejemplos notables del empeño-, las mujeres han ido colándose en el paraíso cerrado de lo escrito, amenazadas siempre, si se salían de la línea o echaban un borrón, con la vuelta al tabaque de la calceta. Muchas han sabido escribir torcido sobre los derechos renglones de las inevitables caligrafías masculinas, consideradas como las únicas maneras posibles de la escritura: porque hasta ahora no se ha escrito como hombre o como mujer, sólo se ha podido hacer como escritor.
Gracias al esfuerzo a contracorriente de poetas como las antologadas, las mujeres están en este momento más cerca -sin importarles los borrones, los renglones torcidos, y conservando el cesto de costura- de encontrar las otras maneras de rellena la plana. En esta antología hay huellas de su búsqueda y, también, indicios de las dificultades de no jugar en campo neutral.