Aquella tarde del otoño italiano Luchino abrió un libro. Como tantas otras veces se toman y se hojean y se cierran los libros, por cansancio. Era éste, sin embargo, no corriente. Podría decirse que excepcional. Tratábase de un ejemplar antiguo, un primitivo manuscrito incomprensiblemente bien conservado en el que se hablaba detallada, pero enigmáticamente, de cierto lugar. Al parecer una lejana región perdida allá en los confines de la Bética. Terminada por entonces su última película, se encontraba si no vacío, al menos sí, confuso. Más allá de la inseguridad que produce el ansia voluntariamente incombatida por la dolorosa, aunque incruenta, perfección. Vivía, pues, ese espacio o reino de nadie, ni del tiempo. Es decir, de la duda.